miércoles, 23 de septiembre de 2020

SOBRE LA MALDAD

Cuando practicamos meditación, tratamos de enfocarnos en aptitudes y cualidades, y en sacar lo mejor de nosotros mismos. Además intentamos tener una visión positiva de los demás para así ser coherentes y minimizar la posibilidad de crear conflictos y obstáculos en el proceso personal. Seguimos pautas como dejar de juzgar a los demás, evitar pensar en sus defectos o fijarnos en su potencial de evolución. Este planteamiento, es sin duda la mejor manera de estar en la vida y la base para tener relaciones positivas.

 Sin embargo, con ello tendemos a pensar que todo el mundo es bueno y dejamos de atender una realidad muy presente, la existencia de personas malas y dañinas. Pensar en esto suele ser contraproducente para la mayoría y suele ser mejor no darle muchas vueltas, pero a veces no está de más hacerlo consciente. Es decir, aunque todos tenemos el potencial de alcanzar una bondad ilimitada, hay bastante gente confusa y con maldad. Pero además, desde nuestra perspectiva personal, es importante tener claro cómo actuar si nos tropezamos algún día con uno de estos individuos. 

Las personas dañinas

Si nos preguntamos por qué hay personas dañinas. La respuesta es bastante simple, todos estamos condicionados por nuestra mente y algunas personas están poseídas por estados mentales que les hacen ser egoístas, ruines y perniciosos.

 Podemos ver que algunos hacen daño, se aprovechan y manipulan porque en su sistema de creencias el fin justifica los medios. Muchos se preocupan en exceso por sus propios beneficios sin considerar a nadie.  Otros viven con la distorsión emocional de sentirse superiores y con derecho a hacer lo que quieran. Hay quienes dañan porque necesitan atención exagerada. Algunos otros lo hacen porque se creen especiales y piensan que merecen ser tratados mejor que nadie. También hay personas que sienten placer al infligir daño. Hay quienes lo hacen por destacar. Algunos dañan buscando su propio estatus social. Asimismo, muchos dañan porque están instalados en patrones destructivos y viven en una predisposición a hacer daño.

Estas personas dañinas suelen carecer de sensibilidad para apreciar como se sienten los demás; pero además son incapaces de reconocer el efecto que producen su comportamientos. Tampoco pueden comprender a las personas con las que se relacionan. Suelen tener dificultades para controlar sus acciones y tienen una capacidad de relacionarse muy defectuosa. Muchos, carecen de sentimientos de culpa o vergüenza, viven sin escrúpulos y les falta la aversión natural a hacer daño.

Ahora bien, aunque muchos están dominados por emociones destructivas, distorsiones mentales y creencias erróneas, también conviene tener en cuenta que algunas personas son dañinas porque adquieren trastornos mentales o daños neuronales. Desafortunadamente, los seres humanos somos limitados y muchos viven circunstancias muy estresantes que quiebran su sistema nervioso.

Algunos tienen lesiones cerebrales que afectan su personalidad, llevándoles a actuar con agresividad, a perder el control emocional o incluso a usar un lenguaje abusivo. Quienes están afectados por un trastorno antisocial, pierden toda consideración hacia los demás, deja de importarles dañar y engañar, se vuelven descuidados y agresivos, e invaden continuamente los derechos de los demás. Quienes viven con lo que se llama el trastorno límite de la personalidad, son muy inestables en la relaciones, tienen comportamientos impulsivos e irascibles, y tienen tendencia a crear conflictos e incluso a pelear físicamente.

Hay quienes tienen trastornos de conducta que les lleva a estar continuamente amenazando o intimidando a los demás, a saltarse las normas, a estafar y engañar, e incluso a producir graves daños a personas y animales. Hay formas de demencia que llevan a comportamientos inapropiados, falta de decoro, y reducción de sensibilidad a los sentimientos y necesidades de los demás.

Hay personas con trastornos que les llevan a ser muy vengativos, a culpabilizar constantemente a los demás o a enfrentarse a las normas y la autoridad, y hay quienes se pasan la vida discutiendo y desafiando a todo el mundo. También hay que mencionar a los que están atrapados en el abuso de sustancias y suelen tener continuos problemas en las relaciones interpersonales, tienden a actuar con violencia, suelen efectuar agresiones sexuales, y experimentan un gran deterioro social.

De modo que por muchas razones, hay maldad en el mundo. Algunos dañan porque están dominados por emociones negativas y creencias distorsionadas, y otros porque tienen problemas neurológicos y psicológicos. Así pues, puede ser útil distinguir entre quien daña, por ejemplo, porque se cree especial y con derechos, y quien daña porque, por ejemplo, tiene ciertas lesiones neuronales que le hacen ser violento e impredecible y poco puede cambiar. Además, los efectos de un gesto de maldad nos son los mismos si el agresor es una persona corriente o si es alguien que se mueve en las altas esferas del poder con todo tipo de recursos a su disposición.

Convertirse en malas personas

Para abordar la experiencia de ser dañado una primera reflexión es analizar cómo podemos convertirnos en malas personas. Comprender cómo podemos llegar a ser dañinos es de utilidad a la hora de gestionar cuando nos dañan.

De modo que una primera cuestión es preguntarnos, ¿cómo podría haber sido mi vida para convertirme en una mala persona? ¿Qué podría haber sucedido para haber acabado siendo alguien sin control emocional, agresivo o siempre intimidando a los demás? ¿Qué podría haber ocurrido en mi entorno para acabar con un trastorno de la personalidad? ¿Cuáles son las condiciones que, de haberlas vivido, ahora sería una persona descuidada, agresiva y sin ninguna empatía por quienes me rodean?

Pero más inquietante es analizar en qué medida uno tiene el poder de evitar que sobrevenga una lesión cerebral o un trastorno mental que le lleve a vivir sin sensibilidad a lo que sienten los demás y con tendencias violentas.

La respuesta ante la maldad no la justifica, pero evita juzgar. Tratamos de ser ecuánimes y comprender. Tratamos de impedir el daño pero no lo condenamos porque entendemos. Cuando apreciamos esto llegamos a ver con más claridad la importancia del compromiso de actuar de un modo beneficioso. El mal es inevitable, los seres humanos no somos perfectos, algunos se desarrollan defectuosos, actuar con bondad es una responsabilidad, y también un privilegio para quien tiene esa posibilidad.

Pero también conviene entender como podemos emprender el camino del mal. Muchas buenas personas pueden acabar haciendo mucho daño a los demás. Incluso personas que hacen meditación y están en un camino espiritual.

¿Cómo una persona normal pueden llegar a ser muy dañina? La primera explicación es el conformismo. A veces uno empieza a verse rodeado de personas dañinas y lejos de oponerse se va amoldando. Cuando el grupo social al que pertenecemos tiene actitudes destructivas hacia los demás y cuando eludimos mantener una firme desaprobación, esta ausencia de crítica nos conduce a que acabemos haciendo lo mismo.

Ser pasivos o indiferentes a la maldad no es ser dañino sin embargo suele ser la semilla para acabar siéndolo. Una de las prácticas básicas de meditación es la ecuanimidad. Cuando somos ecuánimes tratamos a todos por igual, pero sobretodo queremos que todos los seres sin excepción se libren de la infelicidad y sean felices. Sin embargo, a menudo ser ecuánime se entiende como ser indiferente. Es importante tener claro que indiferencia y dejar de tomar partido están muy lejos de la ecuanimidad. Todo son tendencias y condiciones, y estamos constantemente creando nuestros comportamientos futuros. Cuando toleramos el mal con neutralidad frenamos el proceso de evolución personal y empezamos a dejar impresiones para acabar siendo dañinos.

Muchas veces nos volvemos malos cuando empezamos a ver a los demás deshumanizados, cuando nos cegamos y les atribuimos características brutales y atroces. No es raro ver a individuos con cierta educación actuar llenos de odio y maldad hacia otras personas porque les perciben como objetos inferiores o deficientes. Nuestra percepción de los demás es esencial y sin conocer bien nuestra mente podemos acabar viendo demonios donde no los hay, y al percibir así a los demás acabar haciéndoles daño bajo el amparo y la justificación de pensar estar haciendo algo bueno.

Escondernos en el anonimato también puede hacernos dañinos. Cuando sabemos que nadie nos va a conocer, cuando actuamos detrás de un rol o un perfil falso, nos permitimos ser egoístas, dañinos y violentos. Nos engañamos pensando que somos buenas personas cuando podemos esconder nuestra maldad detrás de una máscara, como si no fuéramos tan responsables de las consecuencias de nuestros actos cuando nadie ve que hemos sido nosotros.

Por último, a veces somos dañinos por seguir ciertas normas de alguien que ignoramos tiene intenciones deshonestas. Aunque pueda sorprender, en muchos casos las personas somos fácilmente manipulables y nos dejamos llevar por lo que nos dicen sin cuestionar si es justo, íntegro y benéfico. Sin ninguna discriminación consentimos decisiones que nos llevan a dañar, ignorando otros valores, siguiendo con obediencia ciega a quienes no lo merecen. Numerosas veces, hacemos daño por seguir a un líder que nos ha seducido con su encanto y carisma.

Ante las personas malas

Ahora, la cuestión más cercana y personal es qué hacer cuando nos encontramos en la vida con esas personas malas. Cuando experimentamos el mal, cuando alguien nos agrede injustamente, poseído por una mente negativa. La experiencia es obviamente desagradable y es fácil caer en estados negativos como ira, enfado, frustración, rencor, venganza, miedo, indefensión, impotencia, etc.

Aquí se plantean dos cuestiones diferentes, por una parte necesitamos manejar la experiencia de ser dañados y por otra tratar la relación con el agresor. Lo primero es la esencia del camino espiritual en cuanto que buscamos liberarnos del sufrimiento, lo segundo es la esencia de lo que significa evolucionar.

La experiencia de daño la manejamos a varios niveles, lo primero es vivirla con la mayor lucidez posible y evitar cualquier reacción emocional negativa. Esto nos lleva a transformar cualquier estado negativo en algo emocionalmente positivo como el amor, la compasión, el perdón o la gratitud.

El trabajo personal de transformar las emociones negativas se basa fundamentalmente en ser conscientes de lo perjudiciales que son. En un ejemplo habitual, enfadarse o desear vengarse se compara a beber un vaso de gasolina cuando se tiene un incendio dentro; sin embargo, a menudo esto no lo tenemos claro. Dicho de otro modo, la experiencia de sentirse dañado es una gran ocasión para comprobar si hemos asimilado que las emociones negativas son lo verdaderamente dañino.

Más allá del trabajo con las reacciones, el daño también requiere que exploremos en profundidad quién se siente dañado. De modo que también se trata de indagar en la naturaleza de la identidad. Queremos alcanzar la suficiente serenidad y lucidez para desvelar que el yo dañado es sólo una apariencia, una fabricación mental sin ninguna realidad en sí misma. En sentido último puede decirse que sentirse dañado es un triunfo de las tendencias ignorantes y un revés en nuestras aspiraciones a despertar.

Ahora, como antes decíamos, ser consecuentes con un proceso de evolución personal también incluye la relación con quienes actúan con maldad. Así que por un lado está la manera de gestionar la experiencia emocional cuando nos dañan, y por otro la relación con el agresor.

Aquí lo que necesitamos preguntarnos es cómo decidimos responder. Porque fundamentalmente es una elección. No sirve seguir normas ni obligaciones, ni buscar lo que es más correcto o adecuado. Cuando nos hacen daño se produce una injusticia, una abuso, una perversión. Siempre es inaceptable, y sin embargo ocurre (y nosotros también hacemos daño, y siempre es injusto y ruin). Entonces, ¿cómo elegimos responder a eso? ¿Qué respuesta vamos a adoptar cuando alguien nos haga daño?

La palabra elección aquí señala que no se trata de hacer lo apropiado, lo razonable, lo que nos dice el instinto o lo que se espera de nosotros. Ni si quiera se trata de hacer lo justo. Se trata de elegir una respuesta coherente con nuestros valores y con lo que nos importa en la vida. Hay muchas posibilidades, podemos elegir ponernos una coraza, podemos elegir impartir justicia y equilibrar la balanza; podemos convertir al agresor en víctima, podemos llenarnos de resentimiento y decidir nunca perdonarle, etc. ¿Cuál es nuestra elección?

El modelo en el que nos movemos aquí define a todos los seres con una gran potencial de evolución. En este contexto, quienes dañan a los demás son seres que en algún aspecto están limitados y contraídos. Es decir, hay una correlación clara entre evolución y hacer daño. Quienes están más despiertos perjudican menos a los demás y quienes todavía son inmaduros son más egoístas y dañinos.

Desde esta perspectiva, para quienes entienden la evolución personal como lo que da más sentido, la respuesta más coherente a la maldad es ayudar a evolucionar a los demás. Esta elección es la respuesta de compasión. Optamos por fijarnos en el sufrimiento del agresor, por identificar que está limitado por sus tendencias mentales, escogemos desear que deje de sufrir y que evolucione, y lo incluimos en el círculo de personas que deseamos guiar a un estado más evolucionado y despierto.

La compasión es una elección, no es cuestión de ser correcto, y esto es muy importante. Cuando nos hacen daño es muy claro, porque la experiencia puede ser muy difícil y sólo vale la autenticidad, sólo sirve la compasión como decisión personal, como la respuesta elegida.

Ahora, la práctica con la maldad, implica también saber transmitir al otro nuestro malestar, y hacerlo de modo que sirva para que esa persona cambie de comportamiento. Esto también forma parte de la compasión. Queremos aprender a conseguir que el malvado deje de serlo y necesitamos la sabiduría de comunicar y transmitir un mensaje contundente al otro.

Desarrollar compasión también es cultivar la habilidad de conseguir que los demás dejen de ser nocivo, que todos los seres evolucionen y despierten a estados en que no desean hacer daño a nadie. Esta compasión también forma parte del camino. Puede que sea difícil y sólo unos pocos lleguen a ser capaces de ejercitarla, pero es importante que exista en el mundo. Experimentar daño nos exige avanzar en esta compasión que desarrolla la sabiduría para detener la maldad.

El daño a otras personas

Una cuestión particularmente importante es cuando alguien hace daño a los demás. ¿Deberíamos implicarnos? ¿Cada uno tiene que hacerse cargo de lo suyo? ¿Qué hacer cuando percibes a alguien maltratando a personas indefensas? ¿Qué hacer cuando ves que unos pocos están esquilmando bosques o haciendo vertidos tóxicos para su beneficio personal? ¿Qué hacer cuando quienes detentan el poder enriquecen a unos pocos y llevan a la precariedad a la mayoría?

La maldad es un problema social, pero también es una realidad ineludible. Tradicionalmente, los seguidores de un camino espiritual, sólo trabajamos sobre nosotros mismos, nos responsabilizamos de nuestras emociones negativas, de nuestras tendencias mentales y de nuestro egocentrismo. El trabajo gira en torno a lo personal, a liberarse del sufrimiento propio y despertar. Cuando los demás son atacados, agredidos o maltratados, se entiende como una consecuencia de sus acciones negativas previas. No se justifica la maldad, pero se enfatiza en la parte de responsabilidad que tiene cada uno.

Entonces, ¿la persona comprometida en ayudar a lo demás, tiene alguna responsabilidad en actuar contra la maldad? ¿Debemos quedarnos impasibles y dejar que cada uno elabore su experiencia de agresión hasta entender que es el resultado de sus acciones pasadas?

El principal problema radica en que implicarse en una situación para defender a alguien, es arriesgado. Es fácil caer en el desequilibrio emocional que uno está intentando mantener. Si al ayudar no podemos evitar caer en la ira, la venganza o el rencor, el mensaje altruista está empezando a fracasar. En el espacio meditativo y alejado de los demás, uno puede controlar sus emociones, pero al implicarnos solemos caer en estados negativos.

La cuestión es que  actuar con enfado sólo añade enfado al mundo; aumenta la infelicidad y el dolor. Aunque el objetivo sea aparentemente justo, la presencia de enojo, rencor, ira, o cólera se suma al dolor del mundo. No reducimos así el sufrimiento sino que lo aumentamos. Las emociones negativas nunca están aisladas, se contagian, se transmiten. Nuestra forma de estar y responder afecta a los demás.

De modo que esta perspectiva requiere dar un giro a la pregunta fundamental. Lo que empezamos a preguntarnos es si tenemos la suficiente madurez y presencia para enfrentarnos a la maldad con serenidad, humildad y compasión. Sabemos que nuestro equilibrio emocional es muy frágil y que sin las condiciones apropiadas podemos perder todo lo conseguido. Sabemos que si nos descuidamos, las actitudes injustas y abusivas fácilmente nos llenan de indignación y enojo, y así, en lugar de evitar que se produzca el daño, acabamos atacando y agrediendo.

Pocas personas tienen la madurez suficiente como para enfrentarse a la injusticia con firmeza y sin rencor. Este es el problema. El camino de ayudar está limitado por el nivel de evolución personal. Queremos ayudar al mundo, beneficiar a los demás pero sólo somos capaces de hacerlo en ciertas condiciones amables y controladas. Sin embargo, cuando las condiciones cambian, cuando por ejemplo se trata de enfrentarse a la maldad e injusticia perdemos el equilibrio interno.

Es obvio que numerosas personas que ayudan y luchan contra la injusticia no tienen estos planteamientos. Para muchos, lo importante es ser efectivo y pueden asumir caer en emociones negativas y darles poca importancia. Sin embargo, desde una perspectiva más despierta tenemos menos libertad de acción. Por un lado, pensamos que no todo vale a la hora de ayudar, y por otro consideramos que no sólo cuentan los efectos a corto plazo sino también las consecuencias de nuestros comportamientos a lo largo del tiempo. Hay pues una visión más amplia, no sólo es importante evitar el daño puntual a unas personas concretas ahora sino  también todas las consecuencias futuras que pueda acarrear cualquier acción.

Ejercer la compasión que evita la maldad es sumamente difícil para la mayoría, con lo cual, sin nadie que los detenga siempre ganan los malos. Pero también ganan si quienes les detienen actúan con enfado, rencor o venganza. La compasión nos obliga a evolucionar, a salir de nuestros refugios de meditación y encontrarnos con las personas. 

Parte del camino de la compasión es adquirir la sabiduría, la determinación y las habilidades de aliviar el dolor del mundo. La enseñanza menciona cuatro maneras de dar a los demás, podemos ofrecer ayuda material, ofrecer amor, ofrecer seguridad y ofrecer métodos para dejar de sufrir. Salvar a los demás de la maldad forma parte de esa generosidad de ofrecer seguridad.

De modo que también meditamos para ser capaces de hacer eso. Nuestra responsabilidad es aportar eso al mundo. Es una elección. Ante la maldad, ¿qué elegimos? ¿Cuál queremos que sea nuestra aportación? ¿De qué lado estamos? Es importante tenerlo claro porque existen las malas personas, y aunque fracasemos una y otra vez la evolución de todos los seres es lo único realmente importante.

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